Escapé. Si. Del ruido (el de Ellos) y la furia (la mía).
Nada me agrede tanto, nada me pone tan furiosa como que me roben el silencio, el espacio, el aire de mi casa.
Recorremos caminos sin apenas ver a nadie, tan solo algún ave sorprendida con nuestro sonido de road movie. Tiene gracia, campos de arroz y folk americano de los 70. Y una garza escribiendo en el aire con su elegante caligrafía en blanco y negro.
Nuestras incursiones en pueblos tienen lugar a horas intempestivas, mientras la población duerme o se despereza. Como proscritos que huyen. Encontramos restos y preliminares. Casetas cerradas, aceras por barrer. Signos de fiesta a deshora.
Miramos arriba, a lo lejos. La mirada se alarga en la distancia.
Saludamos algún avión que, con impávida trayectoria forma signos de humo blanco en el cielo.
Las dunas muestran caminos que no habremos de recorrer. El horizonte marca el único límite.
Se llenan los ojos de azul, como de una especia preciosa que limpia y desconecta las mentes.
Apenas sonido salvo el del viento blanco. Apenas habitantes, tan solo patos diligentes que nadan al atardecer entre las cañas. Apenas construcciones excepto las casetas abandonadas, o casi, de pescadores y guardianes.
De cuando en cuando, como una cadencia del crepúsculo, el chapoteo de un pez que quiere volar, nuestras risas y canciones en voz baja. Los pasos de nuestros pies. Que no se detienen.
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