Os pongo en situación.
Por cuestiones profesionales hoy he visitado un edificio, vamos a decir, pseudo oficial. El Colegio Profesional de ... de ...
Un enoooorme hall recibe al visitante que se debate entre el titubeo y el valor. Un hombrecillo detrás de un mostrador de madera oscura hace lo que puede para darme ánimos, pero el lugar impone lo suyo.
Hemos quedado con una persona que, al parecer, no ha llegado aún. Lo cual, obviamente, no me sorprende.
"Tengan la bondad de esperar ahí", y la barbilla de tortuga señala un sofá que, contrariamente a todas las leyes de la perspectiva, parece reducirse a medida que nos acercamos a él.
Se trata de un asiento de plaza y media donde mi colega y yo nos apretujamos sintiéndonos cada vez mas torpes e incómodos.
Miro alrededor. El espacio es amplio y oscuro. De techos altísimos y paredes cubiertas de lo que parece ser la obra en cerámica de algún artista local de hace mil años. No, no tan bonito como estáis pensando. Es, simplemente, anodino y lúgubre.
Aparece nuestra cita. Seguramente, somos para ella el primer tostón de la tarde, al menos esa es su expresión al saludarnos. La seguimos a una nueva estancia pasando, horror, por un ancho pasillo con vitrinas donde se exponen instrumentos quirúrgicos y aparatos extraños que me dan escalofríos.
Antes de llegar a la sala anunciada, esperamos en una habitación donde hay cinco mesas bajas; de diversos estilos y épocas cuya característica en común es una fatídica mediocridad y (!) ninguna silla. Alguien se ha llevado los asientos y abandonado allí esas pobres mesas feas a su suerte.
Por fín se abre la puerta del saloncito donde tendrá lugar la entrevista y ahí sí hay un par de sofas en esquina, nos sentamos y me sorprende lo bajitos que son. Mis rodillas quedan en angulo recto, casi a la altura de mis hombros. Todos intentamos mantener la dignidad pero, secretamente, nos preguntamos cómo vamos a poder levantarnos con cierto donaire...
La conversación resulta correosa y difícil. El entorno no ayuda, la persona, tampoco. Nos vamos de allí con cierta desazón; no ha ido todo lo bien que cabía esperar pero hemos hecho lo posible manteniendo nuestra esperanza incluso embutidos en el sofá de los enanitos de Blancanieves.
Pues a eso voy, amigos. Los edificios, como las personas envejecen. Los tiempos cambian, lo que ayer servía hoy ya no. La medida humana ha mudado. Las estancias se reducen, la ostentación ya no mola.
Al principio, las células diligentes adecúan el espacio a las necesidades. Los habitantes de los espacios se esfuerzan por que éstos aparezcan ordenados, lógicos, funcionales. Más adelante, cuando la odiosa desidia hace su entrada, comienzan las pilas de objetos inservibles y abandonados; nadie los usa, nadie los tira.
Y ahí están, las cinco mesas, sin función, sin asientos para justificar su presencia. Ahí permanecerán hasta el fin de los tiempos, sin que nadie tenga el valor de cogerlas a ellas y a los instrumentos de tortura y los mosaicos tétricos y pagarles un vuelo al olvido para que la luz entre y el aire refresque. Para que el espacio vuelva a renacer.