Hace tiempo que el que un año acabe y otro comience no significa nada para mí. Números, páginas de calendario, papeles muertos, como las hojas del otoño tardío. Listas y propósitos. Balances, planes, ciclos que se cierran. Expectativas.
Hace tiempo que el ritual de las uvas me cansa y lo olvido.
Hace tiempo que pienso que las cosas empiezan y terminan cada día, cada hora, cada minuto. En cada respiración.
Es, quizá, mi mala memoria pero concibo el pasado como un teatro plano del que rescato momentos como instantáneas. Lo que vale es lo que ha llegado a formar parte de mi plasma sanguíneo; lo vivido que circula por mis arterias y alimenta mis huesos y neuronas. Lo otro es decorado, atrezzo, inmóvil cartón piedra.
Por eso en la première del año, en los turbulentos días de borrascas y vientos inquietos, abro una nueva agenda, (páginas, una vez más, en blanco, con todo lo que eso significa), y solo un palabra se dibuja ante mis ojos: Oportunidad.
Porque tras el día de ayer, continúa el de hoy.
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