Los elásticos gurús se removerán en sus incómodos camastros
con una mueca de disgusto
frunciendo sus labios enjutos
cuando afirme que,
en según qué casos,
los objetos pueden producir
felicidad.
Hoy he comprado un sombrero.
Me promete paseos entre dos líneas de color verdeazul y amarillo,
el mar, el sol.
Me habla de miradas a la sombra.
Porque hay objetos que evocan hacia adelante,
que predicen gratas experiencias.
Una moleskine nueva,
justo cuando despliegas sus páginas por primera vez
o cuando cierras su abultado vientre
de todo un año profundamente vivido.
Herramientas de jardinería, pequeñas palas y rastrillos
tijeras de podar... (usados).
tijeras de podar... (usados).
Las chanclas de goma de la playa. Son negras, normalmente.
Ovillos de lana por empezar. Y las agujas de bambú.
Acuarelas en su cajita metálica.
Estarán ahí hasta que me atreva a volver a pintar con ellas.
El sombrero de panamá, elegido entre tantos otros,
todos con su forma especial, su color, su trama...
dejados en sus estantes de madera oscura.
Banalidad, apego, es posible.
Me parece escuchar las voces de la desaprobación.
Pero lo miro, quieto,
ahí posado como un pájaro extraño
de alas extendidas en círculo.
Y solo por su callada compañía
pienso que lo banal
también es importante.
No podrías ser banal aunque te entrenases. Lo que da placer, creo, no son tanto los objetos, sino cómo se contemplan, adquieren, conservan...
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