Es
de noche.
Acostada siento sobre mis pies, unos diminutos
movimientos.
Te
digo: “Acabo de tener la sensación de que Pipa andaba por los pies de la cama”
Contestas
medio dormido: “Yo sé que su almita sigue andando por aquí, con nosotros”
Oyéndote, pienso que hay diminutivos que pueden llegar a romperme el corazón:
“almita”...
Porque lo dices así, tan sentido, tan tierno. Porque se cuánto la querías. Y porque es verdad que su almita debe haberse quedado prendida en el aire de esta casa, como lo estuvo siempre.
Porque lo dices así, tan sentido, tan tierno. Porque se cuánto la querías. Y porque es verdad que su almita debe haberse quedado prendida en el aire de esta casa, como lo estuvo siempre.
Me
desvelo.
Hacía
tiempo, años incluso, que no pensaba en las almas. En la forma de las almas.
Desde
niña, creo.
Entonces,
cuando en el colegio las monjas nos hablaban de nuestra alma, (recuerdo al
Padre Altabella dirigiéndose a
nosotras, las niñas, como “almitas inmortales”) yo si pensaba en ella y me
imaginaba su forma.
Se trataba de algo alojado en cierto espacio de mi vientre. Nunca la ubiqué en el corazón, que hubiera sido lo mas pertinente o en el cerebro que sería lo mas lógico. No, el alma estaba compartiendo lugar en mi barriga con intestinos, estómago, páncreas y demás órganos plebeyos.
Se trataba de algo alojado en cierto espacio de mi vientre. Nunca la ubiqué en el corazón, que hubiera sido lo mas pertinente o en el cerebro que sería lo mas lógico. No, el alma estaba compartiendo lugar en mi barriga con intestinos, estómago, páncreas y demás órganos plebeyos.
Digamos
que habitaba la zona de servicio.
Pero
además le asigné configuración física. Porque siempre pensaba en el alma como
una nube de contornos borrosos, así como mi padre me había explicado que eran
los cirros, lejanos, impulsados en un continuo movimiento.
Era
esa mancha borrosa, a través de la cual adivinaba de forma mas o menos definida
en función de la variable opacidad de su textura, mi cuerpo.
El
interior de mi cuerpo que cambiaba, célula a célula, cada segundo. Empeñándose
los contornos de mi alma en ocupar el máximo espacio que mis crecientes tripas
le permitieran.
Así viajé, de los cuatro a
los siete u ocho años, pensando que mi alma era una nube en forma de cirro semi
translúcido que crecía en mi interior.
Un alma cuyas propiedades
no alcanzaba bien a distinguir entre las múltiples sorpresas que mi cuerpo me
iba dando cada día y que, en mi fantasía, eran dones de algún radiante ángel
que protegía mis andanzas de niña solitaria.
Mas
adelante cambié los ángeles por caballeros, el alma inmortal por la fantasía y
las historias de héroes y aventuras y la nube en forma de cirro, que
identifiqué como alma, quedó allí olvidada, en algún pliegue del intestino,
prendida como un girón de niebla hasta ayer por la noche en que recordé su
forma y la recuperé.
Obviamente, yo no soy la niña de la foto.
Obviamente, yo no soy la niña de la foto.
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