Freelander
Freelance
Free?
Una
raza aparte. Un ejército creciente. Una realidad codiciada por el resto del
mundo. Libertad total. Ausencia de jefes, horarios, oficinas y restricciones a
la hora de establecer rutinas y música ambiental.
Tu propio jefe. Tu propio espacio. Tu propio
tiempo. Tu propio plan. Tu propio futuro.
Maravilloso.
La realidad es que tu espacio se lo robas a la
casa y el tiempo a tu familia. Son otras, pero las rutinas existen y tienes
clientes pero, en definitiva, son jefes. Y lo peor es que son muchos.
El freelance acumula diversas experiencias en variados
ámbitos. Múltiples colaboraciones que ilustran otros tantos modelos. Eso si,
con latiguillos comunes, vicios genéricos y aburridas y previsibles encerronas.
Hay jefes, jefecillos y jefazos y la
relación se establece en función
del perfil. Está el jefe a quien respetas, al que, incluso, admiras. Hay otros a los que no vale la pena recordar. Da igual que nuestro freelander pretenda
mantener una cierta autonomía. Al final, en la mayoría de los casos, acaba cayendo en el lenguaje
común de la condescendencia y la intermitente falta de autocrítica y rigor.
Cada vez que una relación comienza, se llena
de expectativas. “Esta vez, será diferente”,- se dice. Aprende algunas cosas,
pero casi siempre termina siendo lo mismo.
El inquieto freelander, amante de los grandes espacios,
indómito y autosuficiente, acaba siendo víctima de una red tupida y larga que le alcanza irremisiblemente.
Por mayor que sea su experiencia, su
apertura, su autonomía, se ve abocado a regir su actividad bajo los límites de
su interlocutor y poco puede hacer para mejorar este hecho inexorable.
Como es bien sabido, el cliente (el jefe) siempre tiene la razón aunque maldita
la razón que, a veces, tiene.
Acostumbrado a condensar conocimiento en limitado espacio de tiempo y lugar, experto en
discursos encapsulados, estudioso de universos como liderazgo y gestión de
equipos y talentos, trufado de amalgamas de plazos, hitos, estrategias y
misiones, voluntarioso abanderado de la claridad y la transparencia, generoso
cuando se lo permiten y, normalmente, mordiéndose la lengua para no decir lo
que ve (que siempre es mucho, siempre es diferente), el freelander avanza, valiente,
sorteando escollos y trampas a través de un proceloso mar.
La flamante libertad, que otros envidian, es
un logro conseguido minuto a minuto, penosamente. Porque, en su portátil, su
oficina sobre ruedas, entre las paredes de su nómada cabeza lleva sus propias
cárceles interiores, sus propios límites: La incertidumbre, la desazón, el presagio de lo inminente, la falta de raíces salvo, quizá, las propias.
Sabe que después de todo, no forma parte de
la estructura. Sus leves mordiscos no llegan al núcleo y es bien poco lo que
puede hacer. Y al final, es consciente de que acabará aburrido del muro con el
que siempre tropiezan sus incansables ansias de mejora.
Este ha sido un mal día para el freelance
que suscribe. Los hay mejores, que conste. Por eso no quisiera dejarlo así. Existen honrosas excepciones que son el Dorado del freelander. Hay relaciones de doble dirección, satisfactorias simbiosis que producen una mutua mejora.
Pero cuesta lo indecible. Desde fuera, sin anclajes mas que el propio convencimiento, mover organizaciones como dragones, mentalidades fosilizadas por siglos, eso solo lo sabe el que, en alguna ocasión, lo ha conseguido.
Pero cuesta lo indecible. Desde fuera, sin anclajes mas que el propio convencimiento, mover organizaciones como dragones, mentalidades fosilizadas por siglos, eso solo lo sabe el que, en alguna ocasión, lo ha conseguido.
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