Siempre me sorprende la cantidad de libros que puede almacenar una estantería. Compramos, leemos, releemos, coleccionamos, apilamos, cuidamos, desenterramos, prestamos y tomamos prestados, libros.
Nos hacemos el firme propósito de no comprar mas, acudir a la biblioteca pública, adquirimos libros electrónicos, pero no es lo mismo.
Algún día, en algún momento perdido de un viaje de trabajo, en un aeropuerto o esperando un tren, me siento demasiado sola. Sin pensar apenas, me dirijo al kiosco de revistas y libros de empresa, best sellers y de bolsillo. Miro, siempre es así, los de muchas páginas. Me encanta el formato generoso y pétreo de una historia larga larga y cuando lo sopeso entre las manos, sé que ya tengo compañía. Lamentablemente, mi pequeño kindle no puede, ni de cerca, cumplir esa función imprescindible.
Así pues, durante algunos días, los que dura la pintura de la entrada de nuestra casa, donde habita la biblioteca, hemos convivido con el aluvión de nuestros libros presentes y pasados, incluso aquellos que aún no hemos leído. Héroes y caballeros, legionarios en formación de tortuga, griegos clarividentes y detectives improvisados en los hielos de ciudades inhóspitas. Mujeres tristes y enamoradas, locas, ajenas o secretas, que buscan fósiles, tejen y avanzan pioneras en los siglos del futuro. Naves y navíos, fantasmas y monstruos. Y viejas sirenas sabias. Historias cortas y largas. Reales o imaginarias. Palabras bellas, versos en penumbra y épicos sueños por venir.
Todo eso que nos llegó un día desde el papel acariciado. Esa tinta venenosa que pide siempre mas. Desplegados durante un tiempo ante los asombrados ojos y vueltos, de nuevo en aparente orden, a las estanterías del olvido.
Hasta pronto Orlando, Miss Daloway, Escipión, Aomame y Gandalf. Nos vemos, Siddarta, Justine, Gerry, Ayla, y Ofelia, Jane Eyre, Sancho, Douglas Spaulding...
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