Otros, casi todos, leían las
magníficas “Memorias de Adriano” de Yourcenar.
Yo me inclinaba, de forma seguramente arbitraria e
ignorante, o porque en aquella época estaba en un período bastante febril, por las breves y demoledoras
frases como latigazos de la otra Marguerite: Marguerite Duras.
Releyendo el librito de 146
páginas de pura y cruel belleza, me sorprende, lo mismo que me asombró hace
tanto, esa palabra rota, esa fría mano de “rostro devastado”.
El texto susurrado, como por una
voz monótona, me ha revivido la versión original de Hiroshima mon amour. No en los hechos narrados,
sino en el decir monocorde, en apariencia distante, pero tan doliente y hondo.
El tiempo se solapa y se mezclan
los días, los años y esto parece tan natural como vivir. Así se vive, adelante y
atrás, siendo el pasado que aún duele y el miedo a lo que viene, reviviendo,
casi sin querer, aquello que hizo que seamos como somos o que nos impidió ser
aquello que hubiéramos deseado. Adelante y atrás. Y durante y mientras tanto. Aquí,
allá en mi mente, ocurriendo, siendo, pero en ningún lugar.
Las frases engañosamente lentas y
tranquilas empiezan siendo olas de mar en calma y acaban generando tifones que
devastan la playa, hieren orillas, dejando cicatrices incurables a su paso.
No hay piedad consigo, con la
madre, los hermanos, con el amante débil de piel suntuosa.
Pero hay tanta belleza en las
fugaces descripciones del crepúsculo y los tonos del aire sobre el agua, tal
precisión en el relato de emociones vergonzosas, humillantes, desoladas, tanta
clarividencia y honestidad que
este trozo de vida, descrito a latigazos volverá a pasar por mis manos y me
seguiré reconociendo en aquella primera vez en que me asomé a su viento cálido
y letal.
Qué curioso... El otro día me lo volví a leer.
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