La niebla borra colores, desdibuja formas y perfiles. Abandonamos la periferia mientras una voz formal anuncia por megafonía el itinerario y el destino.
El trayecto llega hasta Nápoles, nada mas lejos de nuestro objetivo: Firenze.
El zumbido del tren se vuelve adormecedor. Me deshago del plumífero y aparece un desafortunado jerey de manga corta bastante fuera de lugar. Pienso, para mí: Es un hecho. No sé hacer maletas, No poseo ni el mas remoto sentido de la previsión.
Pero el caso es que aquí estoy bien, en un cálido compartimento de seis, donde mis desconocidos compañeros dormitan apaciblemente entreabriendo los ojos de cuando en cuando.
El revisor entra a comprobar los billetes y, así como el vendedor del carrito (panini y caffé caldo) y su campanilla anacrónica, parece venir de otra época. En su muñeca, alargada hacia mi ticket electrónico brilla una gruesa pulsera de oro.
Pasamos por varios túneles, y, cada vez que el tren emerge, como en continuos y repentinos amaneceres, volvemos a sumergirnos en la insidiosa niebla que todo lo cubre con un vaho de hielo.
El mundo ha perdido su color. No hay rojos ni azules, ni verdes definidos, tan solo una apagada secuencia de sienas y calderas, vagos marrones y negros inciertos.
Y añoro la luz que dejo atrás.
Tras un túnel bastante mas largo que los anteriores, llegamos a un nuevo valle que parece haber dejado fuera la niebla.
Empieza la auténtica Toscana.
Toscana de invierno en verdes profundos casi negros. De enebros y cipreses alzados en las cercanas montañas como los vigías de un pacífico ejército.
Un río de aguas de acero transcurre junto a nosotros. Empiezo a ver pequeñas casas de piedra de mucho mejor estilo. Los jardines son cada vez mas esmerados, el paisaje se recompone.
Una vez mas sin tiempo recorro con la mirada la ciudad que abandono, donde el frío se llevó los colores.
Muchos zapatos, muchas palabras, muchos pasos, mucho trabajo.
De vuelta me traigo un resfriado de dimensiones épicas.
En mi línea.
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