
Tras un copioso desayuno bastante variado y convenientemente servido a la decadente manera de aquellas gentes, emprendimos nuestra expedición hacia románicos vestigios en mejor o peor estado.
Seguimos, por supuesto, los consejos del hidalgo caballero del cabello cano y, muy pronto, nuestro camino se convirtió en la mas endiablada carretera que habíamos tomado nunca y que me recordó aquella inhóspita Galicia de mi niñez.
Nos hicimos intrépidos y cabalgamos por aquél camino del demonio, que dibujaba curvas imposibles y estrechísimos pasos, contemplando a nuestros pies, muy al fondo, los oscuros Cañones del Sil, en un desfiladero hostil y peligroso como las mismísimas Minas de Moria.
Por fin llegamos a la cuenca del río y a un misterioso apeadero de tren que parecía abandonado.
Pero eso fue después de haber preguntado por vías alternativas a los herméticos lugareños que aparecían misteriosamente en algún recodo del camino y que podrían semejar un galaico Jasón con su sierra mecánica bien escondida en la espalda o bien, a una señal, surgir de los márgenes boscosos como una familia de zombies sedientos de nuestra sangre.
Debo mencionar, a pesar de todo, la extraordinaria belleza de
aquellos lugares de la Galicia montaraz, donde una conjura de
verdes y razas arbóreas, llenaban la brisa de mentas y
rumores y donde el púrpura del brezo ponía su nota
contrastada y necesaria.
El antiguo Monasterio de San Estevo,
ahora flamante Parador Nacional, con su correspondiente cadillac
matrícula Miami al pie de sus almenadas murallas,
me sorprendió por lo mal que puede restaurarse un monumento
que en su primera edad pudo ser majestuoso.
Mas bien pareciera el rostro de una actriz madura y que fuera
hermosa a la que un cirujano poco hábil hubiera estirado el rostro sin
demasiados miramientos.
Un ir y venir de gentes de todo pelaje irrumpía
en el precioso claustro patéticamente
decorado con un árbol luminoso,
quizá réplica ridícula de aquél de Minas Tirith.
Un lugar que habría sido, sin lugar a dudas zen,
que albergase los cánticos sobrios
de monjes recogidos en la oración y el trabajo,
se había convertido en una calle céntrica,
transitada y ruidosa, en medio de la nada.
Menos mal que, a continuación,
la solitaria Iglesia de Santa Cristina, nos recibía
con su callado abrazo.
Habitada su primorosa cúpula central por una familia de murciélagos
intentando conciliar el sueño en la penumbra de aquella
cálida mañana.
Disfruté en el rostro de las finas saetas de luz que entraban
por sus inexistentes vidrieras.
Los ojos de la piedra ,
a través de los cuales nos mira el olvido de los siglos pasados.
Y del Románico al Río Sil en una estrambótica sucesión
de eventos vacacionales
que parece colocar en el mismo rasero feria y belleza,
holganza y cultura, a no ser
que la mano y el recuerdo evite la mezcla y
rescatemos lo vivido
y pongamos las cosas en su lugar.
Y llevados por el tórrido sol del mediodía orensano,
llegamos a nuestro siguiente hito
en el viaje: El Paseo en catamarán.
Tras una exasperante espera por la que deberían
habernos indemnizado,
(ni una sombra en el ardiente embarcadero)
subimos al barco los primeros,
en la mismísima proa, esperando,
deseosos la brisa que habría de traernos el río.
Esa brisa que no llegó.
Y comenzamos el trayecto por los Cañones del Sil.
A ambos lados montes pétreos , en cuyos resquicios
y con grandes trabajos, un puñado de
monjes cistercienses
excavaron escaleras y construyeron terrazas
para cultivar unas pocas vides de la Ribeira Sacra,
para loa y alabanza de los siglos.
El vino hecho a mano, sangre, sudor y lágrimas,
o eso dicen…
Lento, el catamarán sigue su curso, monótono,
pero no majestuoso como habíamos previsto.
Volvemos teniendo mucho cuidado en no tomar
el hatajo del caballero.
El camino de vuelta nos cuesta bastante menos tiempo
y, además, no hemos arriesgado nuestra seguridad.
Y hasta aquí nuestra experiencia en tierras del Sil y
la Comarca de la Ribeira Sacra.
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