El bazar de la memoria




Mi abuelo tenía un bazar.
El Bazar X, así se llamaba.
Y para mi, aquél lugar comprendía el Universo Entero.

Durante el verano, nos quedábamos con mis abuelos en un pueblo de la costa atlántica: Sopas de pan, chaquetas por la tarde, los ojos azulgris de mi abuela, siestas obligatorias y largos baños en el mar, donde nos manteníamos, tercamente, el mayor tiempo posible, a pesar de la piel de gallina y los labios amoratados.

Uno de los primeros rituales era elegir un regalo en el bazar del abuelo.
Entrar desde el ardiente mediodía al interior oscuro, que olía a polillas y loción para el afeitado, era, ya de por sí, una sensación que habría de recordar siempre. Y mi abuelo, tras el mostrador, encorvado y exhibiendo una escasa sonrisa con dientes de nicotina.
Nosotros parados en medio de la penumbra, sobre el suelo rojo. Mirando a nuestro alrededor todos aquellos estantes llenos de tesoros: Balones de goma, flotadores, muñecas con largas pestañas y miradas asombradas, collares de conchas y cajas de música, búcaros de pesado cristal, lámparas de tulipas coloreadas, tacitas chinas, porcelana checoslovaca, armónicas y jabón de la toja.

Angustiosamente mirábamos, considerando, no solo lo que deseábamos sino aquello que dejábamos atrás.

Yo siempre buscaba en el piso de arriba. Donde descubrí lo que es el pasado. Todos aquellos juguetes de niños que ya serían mayores. Pequeñas cocinitas de madera, cacharritos de hojalata, xilófonos, bebés de porcelana y soldaditos de cartón.

Aquél rito de iniciación del verano terminó con nuestra adolescencia, cuando nos llegó la guerra generacional y nos rebelábamos por norma todos los veranos.
Hace tiempo que el bazar ya no está. Algún otro negocio lo ha sustituido.

Ya no conservo apenas ninguno de aquellos objetos. El reloj de la bañista, algún platito, poca cosa.
Pero, cada vez que paso por ese tramo de calle, en aquél pueblo que es hoy una ciudad ya mediana, con todas las tiendas que tienen todas las ciudades medianas, igualadas las calles, repetidos los escaparates, siento aún el vaho recóndito de un rincón en la sombra.
Donde olía a flotadores de goma, donde descubrí el paso del tiempo, donde almaceno, entre pliegues dormidos, mi memoria del verano.

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