
Que las historias se superponen como planos de papel, que la vida y la muerte transcurren a nuestro lado como hermanas invisibles y que cada vez que sonreimos o cantamos alguien llora o calla muy cerca, eso ya lo sabía.
Que nunca tenemos tiempo para los que mas queremos hasta que no están y que esa tontería cruel nunca nadie la entiende a tiempo, que construimos casas demasiado estrechas para acoger a otros y que nos amueblamos los días de forma tan prolija y atolondrada que apenas queda tiempo de pensar en vacío si es todo eso lo que realmente queremos tener delante de los ojos, eso también lo sabía.
Pero hoy lo he visto claro y diáfano, a través de una luz blanca que satura la realidad y la muestra. Como en una sucesión de fotografías entre las que parpadeo una y otra vez.
Una mosca. Un banco. Una flor amarilla. Un gesto. Un teléfono. Unas manos. Un letrero luminoso. El mar. Una lágrima suspendida. Una puerta vieja. El reflejo de una montaña.
Hay miradas para ojos determinados, como hay una llave para cada cerradura. Hay historias que inician un bucle que desemboca en el que escucha, solo cuando el que escucha es quien es y no otro.
Y esta manera de mirar no pertenece tanto al ojo como a otra cosa, algo mas hondo, un lugar secreto donde el pasado propio y los personales daños hacen lo suyo. Una especie de mella en el tiempo, como el óxido o el moho, pero con el acento de la belleza en las arrugas, la delicadeza de lo efímero, como en la flor del cerezo.
Esta si que es una película Serendipia: cosas pequeñas que mueven mundos.
ResponderEliminarAltamente recomendable.