
Me enamoré de una casa.
Ya nos conocíamos de vista, de pasada.
Pero aquél día la descubrí por dentro.
Y supe de su belleza interior, además de su hermosa a fachada.
Adoré en un instante sus arrugas, sus manchas de vejez,
las huellas que el tiempo le había dejado.
Y me ví en ella. Habitándola, viviéndola.
Y me acarició la luz polvorienta de sus muchas ventanas,
y me recorrió su silencio que deja sitio a los vientos.
Aquello estropeó de alguna manera el viaje de vuelta.
Yo, que siempre quise vivir sin anclas, notaba los tirones
de la casa aquella. Y supe que, aunque nunca fuera mía,
estaba ya unida de forma irremediable a su futura tragedia
de decadencia y derrumbe.
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