
La música siempre ha sido para mí como la sangre, pero una sangre envenenada.
Hasta el punto de que la utilizo como medicina, o mejor diré, como una droga, prácticamente la única que me permito.
Tengo el vicio de la «banda sonora», debe ser por mis anhelos fabuladores que me llevan a pensarme en tercera persona y novelar sin tregua lo vivido.
Incluso he proyectado, en alguna ocasión, regalarme con «maridajes» donde hacer convivir, en perfecta y simbiótica armonía, determinados párrafos sonoros con paisajes visuales de mi elección.
Atesorar momentos íntimos con Satie frente al mar en una playa anónima; belleza robada en los escombros de la periferia de cualquier población– color, flores casuales, artísticos rotos y desconchados – emparejados con alguna banda de road movie o vertiginosos pasajes vistos desde el nocturno metro – todo luces y rostros en blanco y negro – con los fugaces hits que arrancan movimientos involuntarios…
Un día llegué a la conclusión de que, si yo tenía ese vicio, bien podía ser que otras personas fueran presa de él. Es difícil saber, por sus vacías expresiones, quién lleva una banda sonora bombeando directamente a su corazón desde los variopintos auriculares, o quién, simplemente, oye sonidos programados, raquíticos y carentes de sentido.
Y me dió por imaginar que, de cada uno de aquellos elegidos, los que de veras disfrutan de la escucha voluntaria y selectiva, una esquela de sonido brotaba tras de sí, como una capa musical que ondease al viento imperceptible y luminosa, y que, al cruzarse dos trayectorias formarían, a su vez, una tercera que acabaría fundiéndose en una gran obertura global que uniera todos los sonidos en una composición asombrosamente armónica.
Eso sería fantástico, pero no es mas que un delirio, por eso digo que la música, esa música elegida, es como una droga, nos hace contemplar visiones imposibles, nos instala en un latente estado de fiebre e irrealidad.
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ResponderEliminarMe ha encantado esta entrada
ResponderEliminarYo tambien soy adicto
Y es genial