
Cruzamos, a ritmo de road movie, las sábanas verdes extendidas, las tierras de pana roja, como un único ser animado en la meseta silenciosa.
Nos cierra el paso la silueta reptil de un pequeño castillo.
El castillo tiene una dueña, es Tomasa.
Hubo una vez un hombre que, enamorado de Soria, se compró un castillo en ruinas. Durante dos siglos, él y su familia lo limpiaron de hierbas y escombros, sembraron de césped los patios y encalaron los muros interiores. Los hijos, nietos y nietos de los hijos hicieron de aquella empresa su aventura personal y así hasta Tomasa que, sentada con sus hermanos en sillas de plástico frente a la muralla, descansa a sus casi noventa años disfrutando a la sombra de su obra inacabada.
Recoge incansable piedras que encuentra en los campos, trasiega tejas y cemento, trillos, blasones y tallas viejas, en su patrol cascado, temible como una antigua castellana, recorre los caminos, llenos sus ojos azules de fuerza y nos asombra con su actividad incesante.
Si alguna vez pasáis por Almenar, camino de Soria, preguntad por Tomasa y comprobad cómo no todas las grandes empresas son imposibles cuando la Fuerza te acompaña.
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